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Para ti, Naruto

Escrito por: Ximena Arce Herrera

Publicado: 2022-03-18

Cuando cumplí 15 años, mi papá me obsequió unas argollas pequeñas de oro que pasé de usar de manera ocasional a permanente cuando desarrollé una alergia a los aretes de fantasía y acero, demasiado triste el cambio de cabinas y buses ingleses a puntos brillantes y aros sin gracia en mis orejas. Esas argollas se convirtieron en mi uniforme, no había día que no las usara hasta que me las robaron en mi último año de colegio porque me obligaron a quitármelas debido a la visita del director general de todas las sedes de Saco Oliveros, debíamos estar presentables y pulcros. Tras regresar a casa, el par de aretes había desaparecido de mi mochila y lo que siguió después fue una extensa charla de lo increíblemente irresponsable que había sido. Sin embargo, luego del escándalo en el colegio, reflexionaron que no había sido mi culpa del todo y me volvieron a comprar un par de argollas exactamente iguales a las que tenía, bajo la amenaza de que si las perdía de nuevo no me volverían a comprar ningún otro par de aretes.

Por el año 2018, comenzaba mi primer año de universidad y el horario de estudios generales era muy parecido al del colegio, por lo que la rutina fue bastante simple: ir a la universidad, regresar a casa a almorzar, ir al británico y regresar a casa otra vez; las benditas argollas seguían conmigo y hasta ese momento estaba bastante orgullosa de no haberlas perdido como me lo habían advertido. En este punto de la historia entra Naruto, mi perro — me exonero de toda la culpa porque el individuo que escogió el nombre fue el otaku de mi hermano. Por aquel año, Naruto era un perrito de dos años bastante travieso, juguetón y había que estar constantemente pendiente de lo que se encontrase en el piso o a su alcance, pues cualquier cosa terminaba directamente en su boca, como aquella presa de pollo crudo que devoró en cuestión de segundos cuando se le resbaló de las manos a mi mamá mientras cocinaba o cuando destrozó el cargador de mi papá que se encontraba en su mesita de noche

Un día cualquiera, regresé de la universidad y me encontraba tan cansada que sacrifiqué el almuerzo para dormir más tiempo. Cuando desperté, exactamente una hora antes de que empiecen las clases, el reloj iba en mi contra. Lo primero que busqué fueron mis lentes, después mis libros y realice más cosas mecánicas que cuando finalmente ya estaba por salir recordé una: "mis aretes", en ese momento tragué en seco porque no estaban en el mueble del bar, donde solía ponerlos. Y empecé a hacer memoria ¿Dónde los había dejado la última vez? ¿Los usé hoy para ir a la universidad? ¿Me los quité de forma automática antes de lanzarme como saco de papas a dormir en el sillón? ¡¿Dónde están?! ¡Me van a matar si les digo que los volví a perder! Después de buscar piso por piso, incluso en lugares de los que yo estaba segura nunca podrían estar, el resultado fue muy desalentador porque solo encontré una argolla que estaba debajo del sillón donde yo había estado durmiendo y la otra argolla se había esfumado de la faz de la tierra. Ya quedaban 20 minutos para que comience la clase de inglés.

El segundo round de la búsqueda fue más intenso, volví a buscar el arete faltante en los cuatro pisos de la casa, en todas las recámaras, en los baños, en la sala, la oficina de mi papá, en el bar. La desesperación me estaba consumiendo y estaba a nada de buscar en la basura. Ya había comenzado la clase de inglés. Me senté en la sala y volví a hacer memoria — nada — y en ese momento mi mirada se encuentra con la de una bola de pelos blanca de ojos casi amarillos observándome fijamente con la lengua afuera, exhausto de haberme acompañando en mi ardua búsqueda, y me dije a mí misma: "es imposible". Empecé a considerar aquella idea que cada vez se hacía más lógica y fuerte, cargué a Naruto entre mis brazos y lo dejé en el pasadizo de mi casa mientras esperaba impacientemente que mis sospechas sean ciertas por más increíbles que fueran, lo iba monitoreando cada 5 minutos hasta que por fin, luego de 15 minutos, Naruto había evacuado. Abrí la puerta y pude ver cómo un rayo de sol caía directamente sobre aquella brillante argolla que se encontraba entre los depósitos de mi querido perro, como la estrella de un árbol de navidad; por fin, la había encontrado. Ya iba 30 minutos tarde, me reí. Era inútil siquiera pensar en ir a la clase de inglés, además, ya tenía una tarea sucia que hacer.



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