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Diego

Publicado: 2021-11-29

Hace un año y dos días el mundo se volvió a vestir de negro, corear canciones reivindicativas, ponerse la 10, y recordar aquellas gambetas, pechadas y festejos que coronaron a Diego Armando Maradona como el más grande la historia. Sin embargo, aquello también trae a colación aquellos eternos silencios sobre su oscuridad, como si aquella aura que cuestiona su imagen en el muro otra vez volviese a tomar forma y sentido, pero cómo no hacerlo, si elegimos como figura al más humano de nosotros, al ser que siempre está condenado a encarnar el pecado y la grandeza como una unidad que no se rompe.

Hoy después de la tragedia escribo estos párrafos no pretendiendo endiosar al hombre, ni humanizar al Dios, sino explorar un poco sobre cómo a partir de su figura se creó una voz para aquel pueblo que siempre añora algo más de aquella pesadilla cíclica llamada ser argentino.

Hacia 1982, Argentina se había desangrado en una guerra producto de la ebriedad y delirios del General Leopoldo Galtieri. Inglaterra había sido el enemigo en apariencia, sin embargo, las Malvinas solo eran representativas de la permanencia de un régimen dictatorial; incluso la ejecución del plan para recuperar las islas (que ya de por sí parecía imposible sobre el papel) se vio enormemente entorpecida por los rumores de que aquel militar en turno sería destituido antes de la llegada del verano, con lo cual, se dispuso que la ocupación de las islas se lleve a cabo bajo el duro cobijo del invierno.

El resultado es ampliamente conocido, y la sombra de la derrota aun llegó a acentuarse sobre el imaginario colectivo del vestuario albiceleste. Su enfrentamiento posterior, un 22 de junio de 1986, ya no producido en el friaje de las islas, sino bajo el sol que cubría el Estadio Azteca, durante los cuartos de final del México 86’, tendría un final ampliamente diferente.

En aquella tarde, el mundo pasó de lo mundano a lo celestial en tan solo 90 minutos, el primer gol fue con la mano, y creo que va más allá de una mera trampa, fue devolver con el mismo peso simbólico el arrebato de aquellas islas años atrás; sin embargo, sobre el segundo gol mi existencia se declara incapaz de describir aquel acto, sobre todo porque sería un insulto que mi simpleza declare desde mi espectro valorativo todo lo que aquello fue.

Ante ello cabe preguntarse, ¿qué significó aquel partido en el plano mundial? Se inicia con entender que el apego nacionalista en este deporte se construye inicialmente en la dimensión simbólica: el fútbol fue creado por los ingleses, sin embargo, los métodos sobre los cuales este deporte se desarrolló en Argentina fueron completamente diferentes; la respuesta por parte del fútbol rioplatense al rigor táctico, disciplina colectiva y capacidades físicas que presentaba el futbol inglés fue el peso individualista del juego, la agilidad del futbolista y su capacidad de ser virtuoso con la pelota.

Esta contraposición de estilos resalta aún más el conflicto que enmarcaban aquellos 90 minutos de juego: hay una dualidad presente en dicha rivalidad, en primer lugar, está aquel doloroso recuerdo de las Malvinas, y es que ganar no era equivalente a recuperar las islas, ni mucho menos a quienes murieron bajo las causas más injustas, pero sí poder tener ese premio de consuelo en el espacio más democrático que existe, siendo en la cancha la pelota redonda para todos.

Tal y como relata Sacheri: “pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más grande, más dolorosa, más intolerable”.

De la misma manera, el otro espectro de la dualidad conlleva la idea de que Argentina ganó jugando a lo suyo: el futbol criollo. En un mundo donde se termina de capitalizar todo talento que le es útil al más fuerte, este Argentina 2-Inglaterra 1 representa uno de los últimos manotazos por seguir manteniendo vivo esa identidad cada vez más distante.

Y todo aquello fue Diego, aquel sujeto que en el día más importante después de la tragedia se colocó la bandera argentina en la espalda y decidió cabalgar en la primera línea de la batalla. Amado por muchos, odiado por otros, nadie mejor que él representa la memoria reivindicativa del pueblo argentino, y por ende a un año y dos días de su muerte sería un insulto pretender ser un purista que separa la obra del artista; ahí en esos matices se encontraba él, como si de aquellos grises tan desesperantes naciera lo más profundo e interesante que aquel sujeto en algún momento encarnó.

Diego Armando Maradona es aquella casa de Villa Fiorito que con duras penas podía mantenerse en pie, aquel niño que veía a su madre decir que no tenía hambre solo para que sus hijos coman lo poco que había en casa, aquel hombre renegado en Barcelona, pero que en Nápoles volvió a abrazar la derrota del caído y celebrar la virtud del imprudente, aquel Dios que en 1986 fue coronado como humano sin haberlo pedido, como si dicha expectativa fuese el peso más duro que nosotros en nuestra sádica virtud quisimos colocarle, aquel abrazo de las abuelas de Plaza de Mayo; pero también el eterno pecado del virtuoso, la droga que día a día fue consumida por su vida, aquellos videos donde resaltaba más la actitud violenta sobre mujeres antes que un decoro personal, aquellos hijos en el abandono y Claudias que lloran en silencio.

Señalándose por último que su muerte también marca lo más importante de la intrascendencia: aquel futbol que hoy luego de ver la hegemonía del hombre blanco ya no es más una reivindicación del subalterno, sino un fenómeno que se dice, escribe, entiende y autojustifica siempre en los escritorios y oficinas, el mejor espacio para consolidar lo antidemocrática que es hoy la cancha.


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